Creo que siempre nos estamos yendo y volviendo. Será que, como las aves, somos de todas partes y de ninguna.
«La poesía es mi aproximación a la realidad».
Beatriz Vallejos
Hace unos días, al recibir una distinción de la Universidad de Salta, el querido poeta Leopoldo Castilla dijo (acerca del exilio de su ciudad natal): «Uno es como el río, se va sin salir de aquí».
Enseguida recordé un lugar que por más lejos que esté, vive dentro mío: las sierras de Córdoba. Puedo recordar a los seres que habitan esa tierra, a los objetos de la que fue mi casa, sus sonidos, aromas, mis rituales por la mañana. Ahora, mientras escribo, experimento la sensación de cómo me sentía habitándola, o al menos cómo se sentía la Eleonora de aquel momento. No sé qué sucedería hoy con mis pies en esos arroyos.
Dormir en el bosque
Creí que la tierra me recordaba,
Mary Oliver
me recibió tan tierna, arreglándose
la pollera oscura, con los bolsillos
llenos de semillas y de líquenes. Dormí
como nunca, como una piedra
en el lecho del río, nada
más que mis pensamientos entre el fuego blanco
de las estrellas y yo, y ellos flotaban
livianos como polillas entre las ramas
de los árboles perfectos. Toda la noche
oí respirar los pequeños reinos
a mi alrededor, los insectos, y los pájaros
que hacían su trabajo en la oscuridad. Toda la noche
subí y bajé, como en el agua, forcejeando
con una condena luminosa. A la mañana
me había convertido en algo mejor
por lo menos una docena de veces.
Creo que siempre nos estamos yendo y volviendo. Será que, como las aves, somos de todas partes y de ninguna.
Ayer dije «mar» y soñé con un océano furioso. No es casualidad, la palabra es poderosa. La poesía se constituye así en un territorio inquietante que vale la pena recorrer para dar con lo esencial, con lo inalterable. Empuja a recordar y a olvidar. Convoca y expulsa.
Escribe la poeta Beatriz Vallejos:
“Regreso a mi ciudad lejana, temprana adolescencia, al alto mueble de tiempo y libros atesorados por mis padres, que me esperan en la quinta de Rincón. Algunos libros con la firma todavía legible de mi abuelo, que ya no está. Ese fue el mapa literario que recorrió la avidez de mi infancia. Seguramente una lectura desordenada, pero sí de algún modo coherente. Romain Rolland y Gorki, Víctor Hugo, Zola, Dostoievski, Tolstoi. Ah, y Dante. Dante de mi madre italiana, Dante de Beatriz por quien llevo mi nombre. Y en la cesta de las labores de mi madre, junto a la mecedora en la galería, siempre algún libro de turno, los del lugar: Manuel Galvez, Domingo Silva… la mítica casa de los cuervos, la hermosura de El Tempe argentino. Y creo que allí, donde para mi la sombra era azul, allí la literatura dejaba de ser palabra impresa y me rescataba sino – ¡y que pronto lo comprendí!- algo que latía en todas las cosas y seres, algo que estaba en la sombra y en la luz con apacible presencia: el misterio. El misterio que contestaba mis interrogantes o que me interrogaba en un juego que no ha concluido aún.
La razón por la que escribo es una consecuencia natural de todo lo anterior. Los míos fueron pioneros del arte de curar. Mi abuelo materno, el primer médico afincado en la costa. Mi padre, el farmacéutico de Colastiné, cuando Colastiné era puerto de ultramar. Y más allá, remontando la herencia paterna, la preciosa referencia de los guaraníes en las miles de plantas medicinales que los jesuitas ordenaron en un libro.
Todo esto signó la vocación de señalar por la poesía de las coordenadas de equilibrio en lo armonioso que la naturaleza brindaba. La comprensión de la realidad en su dolida circunstancia y del posible remedio (¿del alma?), sí, sin duda ha sido determinante ético que extraje de siempre, desde que escuchaba a mi madre sus testimonios de los malones mocovíes en San Javier. Y todo era cercano y vívido. Esa puede ser la razón y no ha cambiado.”
Música para acompañar la lectura: