Desde España hasta la Ciudad de Buenos Aires: poesía, jardines y balcones.
Esta anotación tenía como objetivo escribir sobre el documental Los días azules. Pero una cosa lleva a la otra, y todo se enreda en la misma trama. ¿Podría la naturaleza comunicarse a través de la poesía? ¿O la poesía podría explicar aquello que la naturaleza guarda, siempre misteriosa? Sólo le bastaría dar con un interlocutor sensible a fin de prestarse al diálogo. Y aquí es donde aparece Antonio Machado…
Entre los bellos escenarios del film, la poesía se filtra como el sol entre las hojas, nos toma de la mano y acompaña alrededor de fuentes, olmos y patios andaluces.
Antonio Cipriano José María Machado Ruiz (1875-1939), fue un poeta, dramaturgo y narrador español de la Generación del ’98. Cita la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes: «Su abuelo, el doctor Antonio Machado Núñez (1815-1896), fue catedrático en diversas universidades y fundador, junto con el krausista Federico de Castro, de la Revista Mensual de Filosofía, Literatura y Ciencia, que se extiende entre la Gloriosa y la Restauración borbónica. Tras el triunfo de la Gloriosa fue nombrado rector de la Universidad de Sevilla, la ciudad donde se desplegó el grueso de su actividad científica. En 1883, ya en sus últimos compases profesionales, se trasladó a Madrid, en cuya Universidad Central había obtenido una cátedra y donde remataría su carrera docente. Tras él marcharon su hijo y sus nietos, entre los que ya estaban los hermanos Machado más conocidos en el ámbito de la literatura como Manuel y Antonio. Sus notables trabajos sobre Historia Natural sirvieron para la difusión de las teorías darwinistas en España y constituyeron un importante estímulo para los estudios prehistóricos y paleozoológicos».
Imagina entonces, por qué desde pequeño Antonio contemplaba a los seres de la naturaleza en su casa de Sevilla y, en sus poemas, les rendía homenaje…
El limonero lánguido suspende
una pálida rama polvorienta
sobre el encanto de la fuente limpia,
y allá en el fondo sueñan
los frutos de oro…
Es una tarde clara,
casi de primavera;
tibia tarde de marzo,
que al hálito de abril cercano lleva;
y estoy solo, en el patio silencioso,
buscando una ilusión cándida y vieja:
alguna sombra sobre el blanco muro,
algún recuerdo, en el pretil de piedra
de la fuente dormido, o, en el aire,
algún vagar de túnica ligera.
En el ambiente de la tarde flota
ese aroma de ausencia
que dice al alma luminosa: nunca,
y al corazón: espera.
Ese aroma que evoca los fantasmas
de las fragancias vírgenes y muertas.
Sí, te recuerdo, tarde alegre y clara,
casi de primavera,
tarde sin flores, cuando me traías
el buen perfume de la hierbabuena,
y de la buena albahaca,
que tenía mi madre en sus macetas.
Que tú me viste hundir mis manos puras
en el agua serena,
para alcanzar los frutos encantados
que hoy en el fondo de la fuente sueñan…
Al finalizar el documental, lloré como una niña. Sólo atiné a mirar hacia un punto fijo en el aire, ensimismada en aquella música y fragancia. Una vez regresada al planeta Tierra, me acerqué a mirar las plantas de mi pequeño balcón. Comprendí cuánto anhelaba tener otra vez un jardín. De todos modos, en parte lo he logrado, y aquí es donde te cuento cómo lo hice, tal vez te ayude a ti también.
Apenas me mudé, comencé a poblar el balcón de pequeñas y coloridas macetas. Algunas sobre el suelo y otras colgadas, pero no cubrían ni un cuarto del caótico espectáculo callejero. Y no sólo eso, a pesar del cuidado y el riego, temporada tras temporada morían y debía reponer unas cuantas plantitas a fuerza de tierra nueva, abono y frustración. ¿Pero qué sucede aquí?, pensé. Algo no anda bien. ¿Sería la orientación? Pues no. Luego de analizarlo durante varios meses, lo que no funcionaba era el espacio que le brindaba a mis plantas: unos recipientes tan diminutos que nunca las dejarían estirar sus magníficos pies y crecer como ellas necesitaban; el resultado era una tierra que perdía rápidamente sus virtudes: volumen, nutrientes y humedad. De modo que me propuse hacer de mi pequeño balcón, un pequeño jardín. Sin prisa y sin pausa, las trasladé a macetones (o más bien, cajones de madera) de grandes superficies los cuales les asegurarían mayores cantidad de tierra, retención de agua y nutrientes.
La Lantana rastrera (Lantana Montevidensis) y el Incienso (Plectranthus coleoides) comenzaron a caminar hacia otras macetas, y los límites se hicieron difusos. Entre todas construyeron galerías y escondites para que transiten y habiten innumerables insectos diurnos y nocturnos. Cada vez empecé a soltarlas un poco más a su libre albedrío. Algunas son un poco más demandantes, y si descubro que han colonizado demasiado, las podo o reubico; pero lo cierto es que intervengo lo justo y necesario para que, en su diversidad, se cuiden y gocen de buena salud.
La visita de las aves es cotidiana. Se destacan las Ratonas Comunes (Troglodytes aedon), Picaflores Verdes (Chlorostilbon lucidus), Benteveos (Pitangus sulphuratus) y Zorzales Colorados (Turdus rufiventris). Para disfrutarlos, sólo basta con permanecer inmóvil al otro lado del vidrio. Este jardín-balcón se ha convertido en un lugar de encuentro entre esos seres y yo. Un maravilloso observatorio de la vida que me permite tomar registro de lo real, de aquello que puedo tocar, oler, escuchar.
¿A ti también te gustaría transformar tu balcón en un jardín? Anímate. Camina. Pon tus manos en la tierra.
«Caminante, son tus huellas el camino y nada más.
Caminante, no hay camino: se hace camino al andar.
Al andar, se hace camino, y al volver la vista atrás
se ve la senda que nunca se ha de volver a pisar.
Caminante, no hay camino, sino estelas en la mar».Antonio Machado
Música para acompañar la lectura: